EL BÁRBARO ‘ARTE’ DE MARTIRIZAR A UN TORO

EL BÁRBARO ‘ARTE’ DE MARTIRIZAR A UN TORO UN SEÑORITO VESTIDO DE LENTEJUELAS

Eduardo Escobar

Por Eduardo Escobar

Cada año al empezar algunas personas de apariencia sensata se entregan a la extraña faena económica, bárbaro deporte o arte sanguinario, según la perspectiva, de convertir un noble animal en la víctima de sus horribles inclinaciones por mano de un señorito ambiguo y vestido de lentejuelas, que al fin de la liturgia se confunden en un amasijo ciego de sangre y de boñiga. Y otras, y son las más, renuevan su justo repudio ante las sevicias de la maldita fiesta brava. En las plazas gritan ole. Y llueven claveles sobre la arena. Y afuera agitan pancartas por el respeto a la vida del pobre toro magullado. El toro sufre, protestan unos. Y los otros sostienen orondos que el toro desconoce el sufrimiento. Discusión inútil, cuando uno no ocupa el lugar aterrado del inocente mamífero que acosan. Es obvio que todo organismo experimenta el espanto de la humillación. Y el toro acezante se marchita en el castigo a ojos vistas mientras se desangra en borbotones de coágulos oscuros.

La cosa tiene un prestigio prehistórico como herencia de tiempos heroicos y los eruditos la remontan a la mítica Creta del Minotauro y a las diversiones desprestigiadas de Nerón. Y cuenta con su propio martirologio: un montón de pendejos forrados en oro tributaron su flaco despojo bajo el cielo indiferente y ardiente al monstruo amorfo del respetable: el respetable público que deja al partir un montón de basura, un paraguas olvidado y un sombrero, y el silencio culpable después del trivial regocijo y los gratuitos aplausos.

La sádica costumbre nos llegó con los españoles, de quienes conservamos con tanto amor los malos hábitos más que las cualidades. El año del bicentenario de la emancipación vendría bien hacer el censo de las barbaries que de las hordas civilizadoras dejamos pelechar entre nosotros. Y contrastarlas con las virtudes que también nos debieron llegar con los caballos, los toros de lidia, los gallos de pelea y los benditos crucifijos.

Los toros de lidia esperan su turno para la masacre

Los aficionados a la vetusta impiedad alegan la belleza del rito que enfrenta un vanidoso harto de pobrezas a veces (más cornadas da el hambre) con un cornúpeta criado entre verduras como un príncipe, pero destinado a la puya, a las irrisorias banderillas, a ser perseguido por cuadrillas de payasos con monteras, engañado con trapos, y apuñaleado por fin, vomitando las entrañas, los pulmones vaciados por la herida, los ojos vidriosos como un viejo dios, mientras una funeral trompeta acompaña el último desmayo de su corazón traspasado por una espada.

La cosa de año en año se vuelve más risible, ridícula y anacrónica para una mayoría de personas sensibles que en todo el mundo hallan injusta e inútil tanta sevicia con un hermoso cuadrúpedo para deleite de una emperifollada jauría de plantígrados. Y consideran un abuso tanto boato y tanto bombo para el triste fin de masacrar un toro con perfecta impudicia. En todo caso, parece indigno de una especie que aspira a conquistar las estrellas, que se envanece de sus ciencias y de sus logros morales, tan relativos sin embargo, si aún se aferra a semejantes festivales punitivos, y primitivos, por puro amor al salvajismo y al dolor.

¿Matar es arte...?

Es innegable la belleza del toreo que los aficionados esgrimen para avalar el sombrío desmán. Pero la incierta belleza de la guerra no significa que sea deseable. Ni el fusilamiento y la tortura pueden mantenerse como un bien cultural porque a veces sirven para sus invenciones a los Boteros y a los Goyas. Alegan que si prohibieran la tauromaquia, como muchos pensamos que sería más humano y más decente, desaparecería el toro de lidia. Pero es posible que solo se transforme en otro ser menos pringado, resignado y molido, con otra gracia, dándole a su vez al cómico mataor la oportunidad de hacer algo de más provecho que hincharse con el orgullo de los verdugos a costa del irrespeto de un animal maravilloso, que solo sabe embestir porque no tiene más remedio. Y se le parece tanto a su pesar.

Tomado de www.eltiempo.com

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