EL PROBLEMA DE LA TIERRA, UNA FALACIA

La tierra es el problema. Dicen en La Habana los bisnietos decaídos de Lenin poniendo cara de lobos tristes, de víctimas irrisorias. Y el eco repite en los foros de la izquierda que ama tanto convocar foros, foros y foros, y en las columnas de los periódicos por boca de escribientes calzados por Adidas, momificados en el método de la grabadora del Oscar Lewis de Los hijos de Sánchez

El problema de la tierra, una falacia

Eduardo Escobar
Eduardo Escobar

Por Eduardo Escobar

Junio 26 de 2013

Los intelectuales colombianos de izquierda, comillas, que suelen ser reaccionarios en todo el sentido de la palabra, en cuanto entes mecánicos que se ponen en movimiento estimulados por las gasolinas de alguna idea fija, repiten y repiten que el problema de la violencia en Colombia es el de la tierra, así, en minúscula, con esa voz antigua y evocadora de unos terrones, de la parcela más que de la patria, ese otro anacronismo, esa otra falacia embanderada. Y a eso lo llaman a veces sociología. Y a veces Historia. La pobreza del pensamiento traducida al discurso del romanticismo tardío.

La tierra es el problema. Dicen en La Habana los bisnietos decaídos de Lenin poniendo cara de lobos tristes, de víctimas irrisorias. Y el eco repite en los foros de la izquierda que ama tanto convocar foros, foros y foros, y en las columnas de los periódicos por boca de escribientes calzados por Adidas, momificados en el método de la grabadora del Oscar Lewis de Los hijos de Sánchez. Reforma agraria. Con la bendita cháchara de una república que se agota en un diccionario de prejuicios de nunca acabar.

Pero la desgracia de la violencia tiene otras lecturas. Y también se puede decir que el problema multiplica la antigua explotación del campo por la ciudad. Todos los memorialistas de nuestras violencias que tan bien han engrosado la pánica historia universal de la infamia cuentan que fue en los escritorios de las ciudades donde se cocinaron las matazones y surgieron las chispas que encendieron las praderas y las laderas, con retóricas de abogados levantiscos y torticeros. Agravando con los terrores de la guerra la antigua esclavitud de los campesinos.

Juan Manuel Santos y Gustavo Petro, en la marcha del 9 de abril
Juan Manuel Santos y Gustavo Petro, en la marcha del 9 de abril

Viví casi siempre en el campo. Me gustó confrontar el horror de la naturaleza salvaje en los caños del Vaupés, conviví con los ticunas del Amazonas, tuve un montón de amigos entre ordeñadores de Rionegro, cultivadores de maíz del Cauca, paperos de La Calera, madereros del Chocó. Y en todas partes hallé el mismo tedio y el mismo sueño de escapar a la ciudad de las miserias de lo que los técnicos llaman el agro. Los sociólogos, a veces virgilianos inconscientes, que nunca leyeron las Geórgicas que le encargó Mecenas a Virgilio, y los historiadores de pacotilla no se han percatado de la realidad obnubilados por nociones retardatarias: nada embrutece como la tierra. Y la reforma agraria en últimas es la distribución de la pobreza. La tierra estaba maldita desde el Génesis, cuando nos condenaron a ganar el pan con el sudor de la frente. Hasta que vinieron a redimirnos el tractor y la cosechadora. El hombre atado al terruño está encadenado a la necesidad. Crucificado en un azadón.

La tierra para quien la trabaja. Proclamó Lenin en la Rusia servil. Pero la promesa fue otro camelo en el montaje de camelos del comunismo. Y desembocó en el enfrentamiento del kulak y el koljós que los sóviets resolvieron en un holocausto ejemplar.

Los hombres deben liberarse de la tiranía de la tierra. Cuando veo a mi vecino con el espinazo deformado de tanto cavar en lo que los hippys trasnochados llaman la Pachamama para arrancarle una libra de zanahorias, pienso en la canallada que significa que, mientras otros viajan a las estrellas, él deba fregarse desde el primer sol por tan poco, la jeta pegada al surco.

Que los insidiosos me entiendan. No propongo la fuga a los astros. Pero sospecho que no es preciso prolongar el neolítico para lograr la paz.

Coda. Hace años le oí a Atahualpa Yupanqui una fábula: unas aves de corral le pidieron a un cóndor que les enseñara a volar. Y luego de una serie de lecciones infructuosas, como no pudieron hacerlo, fundaron una academia de vuelo. El cuento puede aplicarse a los comandantes farcianos. Después de cincuenta años de impotencia para crear un partido político respetable, esos fracasados pretenden rediseñar el país. La tenencia de la tierra, el ejército, la política internacional. Qué exabrupto. ¿No te parece?

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