MI PUEBLO BLANCO, MACANAL

Es imposible no seguir queriendo a Macanal, con todas sus virtudes y defectos, como se quiere la tierra curtida de tanto ser pensada, con la seguridad de que si Heliodoro Melo tuviera otra oportunidad de vivir no escogería otra vida distinta a la que vivió en su querido pueblo; ese que nos enseñó a amar a sus hijos y nietos, ese que prefirió aún sobre su propia familia

MACANAL
Entre el odio y la ternura

(Extracto del libro “para Verdades el Tiempo, Para Justicia, Dios)

Es imposible no seguir queriendo a Macanal, con todas sus virtudes y defectos, como se quiere la tierra curtida de tanto ser pensada, con la seguridad de que si Heliodoro Melo tuviera otra oportunidad de vivir no escogería otra vida distinta a la que vivió en su querido pueblo; ese que nos enseñó a amar a sus hijos y nietos, ese que prefirió aún sobre su propia familia

Ricardo Puentes Melo

Por Ricardo Puentes Melo
Noviembre 23 de 2017
@ricardopuentesm
ricardopuentes@periodismosinfronteras.com

Todo en el valle de Tenza tiene olor a recuerdo y placidez. Pareciera que allí el tiempo corre un poco más lento para incitar a la canción, a la poesía y a la libertad. Y esto no es diferente en Macanal, la bella población que recostada en medio de aromas de cedros y maizales agolpa en su memoria la bravura de caciques teguas y la altivez castellana de guerreros comuneros cuyo mestizaje ha sido capaz de producir en el pueblo las más apacibles historias de amor y los más feroces duelos para definir el dueño del corazón de una muchacha; en Macanal han sido posibles los más delirantes y valientes actos por la emancipación, pero también los más aberrantes y cobardes crímenes por la codicia. Nada en Macanal sucede a medias.

Macanal

Cuando don Pedro Ignacio Franco, un rico propietario de la región, decidió donar algunas de sus tierras para la fundación de la parroquia, jamás imaginó que ésta se convertiría en refugio de los guerreros que pelearían contra la corona española.

El 30 de abril de 1806, don Pedro Ignacio Franco hizo efectiva su donación y, según un documento del Archivo Histórico de Tunja, don Pedro donó tierras para “la iglesia, casa del cura con solar, plaza con ermitas y humilladero y cárceles de hombres y mujeres y a más de esto las maderas necesarias para las obras públicas y para las casas de habitación de lo que poblen la pretendida parroquia”.

Desprovistos la mayoría de sus pobladores del peso jerarquizante y servil de la encomienda y la servidumbre, Macanal también proveyó hombres para el ejército del francés Sasmajous y para la guerrilla de los Almeyda. Mucho antes de engrosar el ejército patriota, macanalenses y valletenzanos en general, peleaban por su cuenta y riesgo contra el yugo español.

Irene Perilla Barreto y Heliodoro Melo Gutiérrez, él asesinado por la narcoguerrilla

Hijo de don Pedro Ignacio Franco, fue el famoso general Manuel María Franco Martínez del Toro, quien siendo de 16 años se unió a los Almeyda y se destacó como un experto jinete formando parte del Batallón del Cantón de Tenza cuando los criollos se alzaron contra el pacificador Pablo Morillo. Luego fue de los vencedores en Bombona, Junín, Ayacucho y Tarquí. Fue héroe en Anganoi y Buesaco, donde recibió el grado de general. Su combatividad lo llevó a morir en Zipaquirá, en1854, peleando contra la dictadura de Melo.

Antes, el general Franco había casado con doña María del Carmen Medina Bernal de cuya unión existe hoy una extensa familia que ha emparentado con las familias Acosta, Perilla, Barreto, Herrera, López, Santos y Otálora de cuyos vínculos han existido cuatro presidentes de Colombia, varios generales, historiadores, escritores, poetas, músicos y hombres de ciencia.

Pero hablar de Macanal no es solamente contar de sus hijos próceres y notables. Macanal también ha sido construido por los invisibles, por campesinos que trabajan de sol a sol sin esperar más recompensa que la prometida por generaciones y generaciones de sacerdotes que les han jurado sobre la Biblia que no esperen recompensas en la tierra porque sus lágrimas y afanes serán bien pagados en el cielo, lugar al que tendrán entrada segura si sufren en silencio, si aceptan de buena gana la pírrica retribución por los frutos de la tierra que aruñan en la miseria.

Represa de Chivor (foto Armando Plata Camacho)

El verdadero Macanal se puede encontrar allí, en las veredas, en los centros de educación repletos de campesinos que luchan por salir de la pobreza y la ignorancia auxiliados por uno que otro maestro que ha sacrificado una vida fácil en la capital para aportarla a sus paisanos y darles un empujón hacia la verdad amarga pero liberadora.

El verdadero Macanal fue el que yo conocí siendo alumno del colegio. Aunque fue de sus aulas que salieron los asesinos de mi abuelo, alentados por profesores que estaban aliados con políticos corruptos, no es menos cierto que en ese claustro aprendí de la sencillez y el esfuerzo, la honestidad y la valentía de jóvenes campesinos que no soñaban con ir a las minas de Chivor o Muzo para volverse ricos de un día para otro, sino que ansiaban ser parte del cambio que traería al pueblo, no la prosperidad falsa y malhabida de la droga, sino aquella que se basara en el trabajo y el conocimiento.

El verdadero Macanal fue el que yo conocí, el de mis amigos de entonces: Tito Mora, Pacho Morales, Pablo Bernal, los Gámez, Vega, Rosalba Alfonso, las Gutiérrez y pocos más que me enseñaron a ver el mundo sin las complicaciones y apariencias de mi Bogotá natal.

Heliodoro Melo, meses antes de morir asesinado

Nunca he olvidado las historias truculentas que Rey Solano nos contaba sobre sus andanzas en las minas; mucho menos quiero olvidar las novatadas de su hermano, el profesor de “pecuarias” quien se atrevió a hacer un examen final con la única cabalística y misteriosa pregunta: “¿Qué hizo la marrana el sábado…?”. La respuesta era: “Estuvo en celo” Por supuesto, tal examen únicamente lo pasaron su noviecita de entonces y un par de compañeros “sapos” de su rosca. El resto nos rajamos. Vega y yo nos vengamos del profe Solano en el periódico escolar y conseguimos dos cosas: una, que nos repitieran el examen a todos y, la segunda, que el rector Rodríguez Perilla nos aplicara la censura de prensa. Nos cerraron el periódico escolar con el argumento de estar “irrespetando al profesorado”, e instigando a la rebeldía y al desorden.

Tampoco olvido que fue gracias al profesor Roa que hizo nacer en mí en mí el gusto por la literatura nacional. Sus clases eran fascinantes, nos alentaba a la investigación constante, a la lectura entre líneas, a apropiarnos del entorno histórico y geográfico de la obra y del autor. Era la clase que más disfrutaba. También estaba el profesor Morales, un grandulón que nos enseñaba historia y que estaba enamorado de Celina Daza, una compañera nuestra que pagaba escondederos a peso cuando se trataba de evitar los acosos amorosos del ardiente profesor.

El más “cuchilla” de los profesores era, sin duda alguna, Parada –el profesor marxista de Biología- a quien nadie le discutía su sabiduría ni su dipsomanía. Cuando llegaba enguayabado a clase parecía un desaforado colocando unos y ceros a diestra y siniestra. Yo no estaba entre sus alumnos consentidos a raíz de un altercado que hubo entre los profesores del colegio y mi tío Julio quien tuvo que enfrentar a cinco o seis profesores que, en la misma taberna donde se fraguó el asesinato de mi abuelo, hablaban monstruosidades de mi viejito sin que él –lo sabe todo el pueblo- hubiera hecho otra cosa que sacrificar su vida por el campesinado que amaba y protegía de los intereses de quienes pretendían abusar de su ignorancia.

Mis primos y yo tuvimos que aprender a defendernos a puñetazos de cuanto vago se aventuraba a enrostrarnos nuestro apellido, acusándonos de nada sino solamente de llevarlo, envenenados contra el amor y el respeto que la inmensa mayoría de macanalenses sentía por Heliodoro Melo.

Macanal. registro fotográfico de la llegada del primer auto al pueblo, Familia Melo

Pero fueron más los momentos felices que los desdichados. Tardes enteras ayudando a hacer lazos de cabuya al compadre Honorio mientras escuchábamos las historias de la tía Elena contando cómo se organizaban las fiestas en su casa cuando la chusma amenazaba con entrar al pueblo a incendiarlo; o del tiempo cuando Efraín González, el gran bandolero, se hospedó en su casa cuando tuvo que salir huyendo de Puente Nacional.

La tienda de los Monroy que vendía pan fresco solamente los domingos, o la de los Martínez, la de don Alonso Martínez, la venta de huevos en casa de los Bernal, el restaurante de los Mora, la tienda de la tía Seferina… de todas las calles tengo un nítido recuerdo; el alto de la virgen, la represa. Pero lo que más recuerdo es la casa de mis abuelos.

Cómo olvidar la alegría que le imprimía mi abuela cada mañana, recibiendo el día con sus cantos tan destemplados como hermosamente vivos mientras mi abuelo y yo nos ocupábamos de regar las plantas y atender a los animalitos. Luego, cada uno a sus labores: mi abuelo a atender a los campesinos que acudían diariamente por su consejo y ayuda, mi abuela a visitar a sus amigas y a llamar desde telecom a medio país, y yo al colegio. Mi abuelo había destinado los sábados estrictamente para atender de manera gratuita –hay que decirlo- a los campesinos que iban a buscarlo por todo tipo de problemas. En la sala de recibo escuché llorar hombres por mujeres que los abandonaban, mujeres por hombres infieles; jornaleros abusados laboralmente por algunos conocidos nuestros, campesinos amenazados de muerte por no querer vender a precios infames sus terruños… todo esto y mucho más eran parte de la rutina que mi abuelo me obligaba a encajar mientras yo escribía en la vieja “Remington” los memoriales que me dictaba y que dirigía a toda autoridad posible para denunciar los abusos de que eran objeto mis cuasipaisanos.

Cómo no recordar las fiestas en casa de Ligia Gutiérrez cada vez que las solteras trataban de cazar a Néstor Melo, el hijo de Barbarita, por entonces el más preciado y escurridizo espécimen masculino disponible. Los adolescentes de la época nos extasiábamos escuchándolo mientras nos daba sabios consejos sobre las mujeres, la bebida y el billar. Años después me lo encontré en Bogotá y comprobé tristemente que de aquél héroe legendario no quedaba casi nada: estaba casi calvo, barrigón y apabullado por las penurias que le trajo el exceso de mujeres, bebida y billar.

Sí. Es imposible no seguir queriendo a Macanal, con todas sus virtudes y defectos, como se quiere la tierra curtida de tanto ser pensada, con la seguridad de que si Heliodoro Melo tuviera otra oportunidad de vivir no escogería otra vida distinta a la que vivió en su querido pueblo; ese que nos enseñó a amar a sus hijos y nietos, ese que prefirió aún sobre su propia familia. La Macanal que acogió a los asesinos de mi abuelo, los hijos de puta del M 19.

 

 

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